A Roberto no le gusta el olor a tierra mojada. A mí sí. Hay algo en ese olor que me produce una sensación de renovación, de fertilidad. Cuando llueve siento como si el agua estuviese cayendo sobre un cuadro, llevándose toda la pintura y al final dejara el lienzo en blanco, dándonos la oportunidad de volver a empezar. Roberto dice que soy cursi y sentimental, que la tierra mojada no tiene nada de poético, que es solo barro y gusanos. Igual me gusta; el olor, digo, no la tierra mojada.
Vi en las noticias que mañana a la tarde va a llover. Espero que esta vez sea cierto porque la semana pasada también anunciaron lluvia y nada, nunca llegó. Yo había preparado la pala y las botas pensando que por fin las iba a poder estrenar pero tuve que volver a guardarlas sin usar. Esta vez no las saco hasta que vea las primeras gotas caer. Los meteorólogos de la tele se equivocan demasiado seguido. Y ya anoté, para no equivocarme yo, que después de golpear a Roberto con la pala y enterrarlo en el patio tengo que quitarme las botas. No puedo entrar de nuevo a la casa con ellas porque en algo Roberto tiene razón: la tierra mojada es puro barro y gusanos. Y ensucia. ¡Pero qué lindo huele!
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