El aleteo del alma

A través del muro antiguo, de gruesas y frías piedras, todas las mañana se escuchaba el aleteo de un ave. Los primeros rayos de sol, tímidamente se colaban por la pequeña ventana iluminando y calentando la celda. Inmediatamente después se escuchaba el aleteo. Entonces se levantaba de su pequeña cama sencilla y austera. Tomaba el Rosario que había dejado la noche anterior en la mesita de noche y se ponía a rezar. Dentro de dos días se convertiría en  monja, y eso le llenaba el alma. Le habían prohibido salir de su celda por 10 días. Tenía que estar sola y rezar. Su voz era dulce y cálida. Solo tenía 17 años, era de tez pálida, ojos de color celeste y una cabellera larga y dorada. Había nacido entre esas paredes amuralladas y crecido rodeada del amor de sus hermanas del convento. El aleteo se escuchó otra vez. Los primeros días pensó que se trataba del Espíritu Santo que venía a cuidarla. Un día se asomó a la ventana y pudo ver que una familia de gorriones anidaba en el árbol contiguo a la pared del muro. Los observó por muchas horas, tantas que se olvidó de rezar. Los gorriones la fascinaban. El macho cuidaba el nido mientras la hembra alimentaba a los pequeños recién nacidos. Con el transcurrir de los días, los pequeños ya habían adquirido su plumaje marrón y estaban listos para aprender a volar. Que lindo sería volar pensó ella. Y de repente sintió una angustia terrible. Sus pensamientos eran confusos. Se puso de rodillas y rezo buscando la calma y tranquilidad de su alma. Pero algo se había encendido en ella que no tenía vuelta atrás. Tal vez ser la esposa de Dios no era lo que quería, tal vez había más fuera de esos muros. Escuchó de vuelta el aleteo y se asomó a la ventana, los pequeños gorriones estaban haciendo sus primeros vuelos de rama en rama. Se quedó mirándolos hasta que anocheció. Cansada y sintiéndose culpable tomo el Rosario unos minutos antes de quedarse completamente dormida. Al día siguiente cuando el sol acarició su rostro a primera hora se levantó presurosa de la cama, escuchó varios aleteos y corrió a la ventana. Ellos ya no estaban, habían volado lejos. Mirando el horizonte y ese cielo azul intenso se dio cuenta que su alma ya no rezaba sino aleteaba. 

Susana
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