El olor de la tierra mojada

Hace muchos años que Roberto y yo estamos casados. En realidad no son muchos, solo demasiados. Una vez vi una película donde decían que el matrimonio se ha vuelto obsoleto. Fue inventado por gente que tenía suerte de llegar a los treinta sin que se los comieran los dinosaurios. Yo últimamente maldigo que los pobres dinosaurios se hayan extinguido.

Las cosas no siempre anduvieron para el demonio como ahora. Pasamos algunas épocas muy lindas, como cuando recién nos casamos y vivíamos en aquel departamento chiquitito de un solo ambiente. Éramos muy jóvenes y no teníamos plata, nuestros pocos muebles los habíamos heredado de algún abuelo o algún tío. Me acuerdo de las mesitas de luz, eran dos cajas llenas de libros porque no teníamos ninguna estantería donde ponerlos. El reloj despertador estaba roto y había que darle un golpe de vez en cuando para que no se quedara parado. ¡Cómo nos reíamos cuando no sonaba y nos quedábamos dormidos! Aprovechábamos para hacer el amor antes de levantarnos, total ya estábamos tarde. Hoy si me llego a quedar dormida, Roberto me despierta a los gritos, insultando a todos mis antepasados, incluidos los dinosaurios.

A Roberto no le gusta cuando me ve sin hacer nada. Dice que el ocio es la madre de todos los vicios. Yo no creo que dormir sea estar ocioso, ¿no? Pero a él no hay quién se lo haga entender. Así que hace tiempo compré un despertador de los buenos, de esos que son eléctricos pero que también tienen pilas por si se va la luz, y trato de dormir solo cuatro horas al día, para evitar problemas.

A Roberto tampoco le gusta que vea a mis amigas. Dice que me llenan la cabeza de pájaros, y no de pájaros lindos como los picaflores o los ruiseñores sino de cuervos negros. A mí me gustan los pájaros, todos los pájaros, sobre todo los cuervos negros. Pero Roberto nunca me ha dejado tener animales. Dice que se cagan por todos lados y ensucian y que yo me la paso durmiendo y que nunca los voy a atender. Pero yo estoy segura de que sí los cuidaría. Podría sentarme a verlos volar en el jardín los días soleados. Y los días de lluvia, podría traerlos adentro.

A Roberto tampoco le gustan los días de lluvia. Ni el olor a tierra mojada. A mí sí. Hay algo en ese olor que me produce una sensación de renovación, de fertilidad. Cuando llueve siento como si el agua estuviera cayendo sobre un cuadro, llevándose toda la pintura y al final dejara el lienzo en blanco, dándome la oportunidad de volver a empezar. Roberto dice que soy una cursi sentimental, que la tierra mojada no tiene nada de poético, que es solo barro y gusanos. Igual me gusta; el olor, digo, no la tierra mojada.

Hablando de lluvia, vi en las noticias que mañana a la tarde va a llover. Espero que esta vez sea cierto porque la semana pasada también anunciaron lluvia y nada, nunca llegó. Yo había preparado la pala y las botas pensando que por fin las iba a poder estrenar pero tuve que volver a guardarlas sin usar. Esta vez no las saco hasta que vea las primeras gotas caer. Los meteorólogos de la tele se equivocan demasiado seguido. Y ya anoté, para no equivocarme yo, que después de golpear a Roberto con la pala y enterrarlo en el patio tengo que quitarme las botas. No puedo entrar de nuevo a la casa con ellas porque en algo Roberto tiene razón: la tierra mojada es puro barro y gusanos. Y ensucia. ¡Pero qué lindo huele!

Paula M
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Categorized as Literatura

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Nací en febrero, en España, solo porque hacía frío. Hoy vivo en Florida solo porque hace calor. Soy ingeniero, pero ejerzo de ama de llaves de mis gatos. He vivido siempre entre números y ahora, en este espacio, puedo contar palabras.