El hombre camina sin rumbo fijo. Está cansado, hace dos días que apenas duerme. Teme regresar a su casa ahora que su mujer ya no está. Se siente atrapado en un mundo que sigue avanzando a pesar de que él se ha detenido. Empieza a llover y corre hasta la entrada del museo de arte. Hace mucho que no va, distraerse con algunos cuadros le va a hacer bien.
En la primera sala lee con detenimiento la cédula de cada obra, prestando mucha atención a la técnica y al material. Se aleja de los cuadros grandes para observarlos a la distancia adecuada. La sala es amplia y el piso de madera cruje, como si se quejara, bajo los pasos de los visitantes. En el centro hay un banco, también de madera, que está vacío. La poca gente que ve se encuentra de pie frente a algún cuadro o caminando hacia el siguiente. Hay unas quince obras y le lleva casi una hora recorrer toda la sala. Pasa a la próxima. Es igual de grande, quizás más. Al entrar le llama la atención una que cuelga sola en la pared del fondo. Debe tener unos tres metros de largo por uno y medio de alto. Se acerca un poco y se da cuenta de que no es una pintura: es un collage hecho en tela. Muestra tres escenas. En la primera, una mujer camina en diagonal hacia una fila de gente que parece estar emigrando hacia el borde del cuadro. No lleva nada más que un palo largo a modo de bastón. Tiene puesta una especie de túnica con dibujos verdes, azules y blancos. En la segunda escena, un bosque arde en llamas. Adelante, dos árboles negros, sin hojas, consumidos por el fuego. Al fondo, una figura pequeña corre entre los tonos rojos y naranjas que incineran la tela. La última escena, una inundación. Casas enteras flotan en ríos que fluyen por calles y jardines, mientras un hombre en bicicleta trata de escapar hacia una esquina del cuadro. Sobre él, en el borde superior, un remolino que podría ser un huracán. O un tornado.
Se acerca para leer la cédula de la obra, quiere ver quién es el autor, pero no está. Piensa que alguien la debe haber retirado para corregirla, a veces pasa. Vuelve a plantarse frente al cuadro, esta vez demasiado cerca del borde, y siente una corriente de aire que lo despeina. Mira a los lados para ver de dónde viene el viento pero la sala está a oscuras y vacía. Se marea. Es hora de irse, el cansancio lo está venciendo. Afuera aún llueve, solo que ahora de forma torrencial. Completamente mojado, trata de volver a entrar al museo pero la puerta está cerrada y por más que forcejea no logra abrirla. Empieza a caminar hacia un poste de luz donde hay varias bicicletas atadas y le sorprende reconocer la suya. Juraría que había venido a pie. ¡Qué suerte! – piensa – Podré volver a casa más rápido. Al agacharse a desatarla se da cuenta de que el agua le llega a los tobillos. La lluvia se le acumula en las pestañas y le nubla la vista, el viento arrastra hojas y ramas que lo golpean sin tregua, los rayos realzan por segundos la soledad de las calles. Preso ya de la angustia, se sube a la bicicleta y empieza a pedalear contra la corriente. La tormenta eléctrica se escucha cada vez más cerca. De pronto, el fogonazo de un rayo lo enceguece y el ruido casi instantáneo del trueno le hace perder el equilibrio. Se levanta y comienza a pedalear más rápido, como si cada rayo en lugar de matarlo lo ayudara a avanzar. Decide atravesar el parque para cortar camino y al irse aproximando ve los árboles ardiendo. Las llamas iluminan el cielo. Tira la bicicleta y trata de acercarse, pero el calor le araña la piel y el humo le raspa los pulmones. Tose y retrocede ante el avance del fuego. Sentado en la calle, cierra los ojos esperando que todo sea un sueño y que al abrirlos se haya despertado. Siente un palo que le toca el hombro. Es el bastón de una mujer que le sonríe con resignación y se arrodilla en el piso junto a él. Lleva una túnica con dibujos verdes, azules y blancos. Yo también he soñado con salir – le dice. – Y alguna vez, creo, he llegado hasta el borde.
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