Detrás de mí, un atardecer. Adelante, solo penumbras.
Alcanzo a ver en el piso restos de lo que fui, pedazos de la piel que mudé.
Reposan delicadamente sobre el desecho de mis creencias.
Dentro de mí, silencio. Afuera, opiniones a gritos.
Volteo. Mi reflejo en la ventana.
Mi cuerpo en carne viva, expuesto al crudo invierno de mi indecisión.
A lo lejos, una conversación interior.
Mas que un diálogo, un interrogatorio.
Son mis voces, discuten para decidir quién soy. No hay acuerdo.
Me concentro y manifiesto una luz.
Germina una semilla y sus hojas me abrazan formando un capullo.
La protección me sofoca y escapo.
Amanece. Todo se ve mas claro.
Vuelvo a la ventana. No soy mariposa, ni culebra.
Solo otro animal sobreviviendo.
Avanzo. Mi única guía, la luz de la mañana.
El miedo se queda atrás. Me observa curioso.
Sé que no soy la misma.
Tropiezo. Encuentro a mi ego, golpeado.
Lo levanto del suelo. Lo llevo a mi pecho. Lo acaricio con delicadeza.
Es probable que nunca se recupere.
Levanto la vista. El camino es largo. No vislumbro el final.
A pocos pasos está mi calma. La siento. Tenía rato esperándome.
La tomo. Susurra algo a las voces. Las convierte en una.
Respiro profundo. Retomo el camino.
Todo lo que perdí está al alcance.
Recojo a la esperanza y a la compasión. Estaban juntas, tomadas de las manos.
Recupero lo perdido. Cada pieza en su lugar, sin esfuerzo.
Ya no hay nadie afuera. No hay gritos ni opiniones.
Me veo en la ventana. Solo reconozco el brillo en mis ojos.
Aún hay dolor. También fuerza, ganas, luz.
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