En nuestro viaje anual de mochileros nos fuimos mi amigo Ricardo y yo al sur Argentino. Salimos en enero porque teníamos vacaciones universitarias. Partimos de Córdoba y después de algunos días y varias aventuras llegamos a Puerto Madryn, una localidad costera al lado de la península de Valdez, donde la vida marina es conocida por muchos amantes de la naturaleza.
Mi amigo era un fanático de la pesca. Yo no lo soy, pero le seguí la corriente para conseguir un barco pesquero que nos llevara en una de sus salidas. Parece fácil, pero no lo fue para nada. Teníamos que encontrar un capitán que quisiera hacerse cargo de nosotros, unos desconocidos sin seguro y sin experiencia.
Después de un día dando vueltas por el pueblo, tocando puertas de distintos capitanes, uno de ellos aceptó a llevarnos. Nos dijo que nos veía buenos chicos. Que estuviéramos a las tres de la mañana en el puerto para embarcar por tres días en altamar de pesca. Nosotros chochos.
Llegamos a las 2:30 de la mañana al puerto, solos, un viento helado. No mucho por suerte, pero nos calaba hasta los huesos. Una campera de nylon con plumas de ganso era lo que usaba. Pensaba, era verano y yo con campera. Adónde me había metido, pero en fin, la aventura lo daba para todo. Empezaron a llegar marineros de toda clase, rudos, callados pero con cara de buenos.
Llegó el capitán, nos vio y nos dijo que subiéramos al barco, cosa que hicimos y nos tiramos en una hamaca de tela, para descansar. Esas serían nuestras camas en los próximos tres días. Alguien nos mostró el barco y todos los recovecos. Era uno chico, de diez tripulantes y el capitán.
Esperamos a que clareara y salimos. Excitados y en el puente pues el capitán nos pidió que no saliéramos de ahí, para no molestar a los que trabajaban. Hasta aquí todo bien, después de unas dos horas, ya en altamar, comenzaron a tirar la red de pesca. Era gigantescas y llevaba al inicio y al final unos tablones para poder guiarla. Todo se hacía con malacates y cables de acero. Cuando estuvo concluida esta tarea, casi sin esperar empezaron a recoger la red.
Maravilloso, cuando iba saliendo la red, había una gigantesca cantidad de pescado. Había de todo, pero buscaban lenguado, un pez que nace vertical y con el correr del tiempo queda horizontal.
Algunos marinos seleccionaban los pescados, y los ponían en distintas bodegas. Muchos los tiraban al mar donde las gaviotas y gachupines se hacían un festín, seguían al barco en todo el recorrido.
Mientras esto sucedía los otros tiraban la red. Una tirada y recogida se hacía entre media a una hora.
Estuvimos todo el día con esto. A la noche las tareas seguían, prendieron unos focos que alumbraban la penumbra y daban luz en el mar. Un color verde oscuro difícil de reproducir. A eso de las 11 de la noche, nos permitieron ir a dormir un poco. Los marineros lo hacían por turnos, los mismos que tiraban la red, la sacaban y distribuían los pescados. Era una maquinita perfecta de pesca.
Transcurrió sin muchas novedades la noche, salvo la incómoda postura en que nos acomodamos en las hamacas. A eso de las 5 de la mañana, subimos al puente, ya se veían nubarrones entre la luna y las estrellas. No estaba el capitán pero el segundo nos dijo que tendríamos tormenta. Empezaron a tirar la red más rápido, no sabía por qué, nadie hablaba. A eso de las 7, empezaron las olas, rayos y centellas caían del cielo, estaba todavía oscuro y entre los rayos se divisaban las siluetas de los marinos haciendo su trabajo.
Supimos que en la tempestad los pescados se van a aguas más calmas, o sea al fondo. Ya no se podía pescar. Uno de los marinos se lastimó una mano, y esto, junto con la tormenta, convenció al capitán de volver.
La tempestad arreciaba, el barco se selló por entero, no había claraboya que no estuviera estanca y cerrada con sistemas de seguro para que no se abrieran solas. El mar cada vez que el barco cortaba la ola parecía que se nos venía encima. El barco se hundía, prácticamente hasta la mitad, quedaba solo con la cabina de mando y parte de su superficie afuera del agua. Para en un segundo saltar en la ola donde ahora estábamos casi a 45 grados. Para nosotros era una experiencia nueva. Eso de andar 45 grados arriba y 45 grados abajo en un segundo no era fácil de aguantar. Estábamos mareados, no sabíamos dónde ponernos, nos bamboleamos de un lado al otro. Vomitamos en lo que pudimos, y vimos que algunos hacían lo mismo, a cubierta no salió nadie pues era peligroso hacerlo.
Estuvimos en este baile hasta que llegamos a puerto a eso de las 6 de la tarde. Nos miramos, diablos que aventura!!!! Nos parecía increíble lo que habíamos vivido, nos abrazamos con mi amigo, con el capitán, y con quien estuviera a nuestro alcance. Bajamos nosotros, mientras los tripulantes se quedaron a vaciar las bodegas y clasificar los pescados de acuerdo a su especie y a su tamaño.
Contentos y con un sabor de satisfacción en la boca nos encaminamos a la pensión donde vivíamos temporalmente. Mojados pues todavía llovía, en tierra firme se nos movía todo. Tardamos algo en estar estables. Pensé en lo lindo de la vida.
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