Dejar mi hogar. Resignarme al no poder reconocer la mitad de las cosas que están flotando en el suelo. Sentir dolor en el pecho al ver los restos de mis álbumes de fotos, pedazos de mi vajilla Rosenthal y los cuadros que pintó mi abuelo. Agradecer que evacuamos la zona a tiempo y que todos estamos vivos. Llorar en el cuarto de los gemelos al ver su ropita en el piso, llena de moho y pegada a los osos de peluche con los que dormían. Caminar por nuestro baño y recordar todas las conversaciones que tuvimos mientras yo me maquillaba y tú te afeitabas. Recoger del piso un adorno y recordar el momento en que Mamá me lo entregó, diciéndome que yo sería la cuarta mujer Albán en tenerlo en la mesa de la sala. Darme cuenta de que las manos no me alcanzan para cargar tantos recuerdos. Confiar en que la memoria es todo lo que necesito para revivir esos momentos. Mirar, sorprendida, cómo tantas tonterías que compré por antojo, hoy no me sirven para nada. Prometerme no volverlo a hacer. Asegurarme de no dejar los documentos que están en la caja fuerte y cargar con lo indispensable para vivir. Decidir en minutos qué más puede tener valor para nosotros, y así llevarme una cosa para cada uno, que nos acerque a la vida que perdimos. Ver qué me cabe en el carro. Llorar otra vez al cerrar la maletera y regresar corriendo para ver mi hogar por última vez. Salir antes de que el techo colapse. Llorar de nuevo al abrazar a mis vecinos. Agradecer y llorar. Manejar al albergue donde estamos temporalmente. Resignarme. Mirar que los chicos corren hacía mí seguidos por su padre. Sonreír, porque ellos son ahora mi único hogar.
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