Dicen que todos tenemos días malos. Pero pocos se van a los extremos como lo hizo Jacinta el martes pasado. Es importante dejarles saber que Jacinta ya venía un poco cansada y un poco triste. Manuel nunca la ayuda con las cosas de la casa y el muy machista, además, exige. Le gusta que su esposa lo espere en la mesa del comedor con la comida recién hecha. Jacinta debe estar bien vestida, maquillada y sonriente para recibirlo cuando regresa del campo. Le molesta mucho el polvo así que la pobre Jacinta barre toda la casa por la tarde, antes de que llegue y se levanta al amanecer para barrer de nuevo antes de que él despierte. Todas las casas del pueblo ya tienen aire acondicionado y televisores. Manuel no quiere gastar en esos lujos, con la brisa que entra por la ventana es suficiente. Suficiente brisa y suficiente polvo. Le dice a Jacinta que se entretenga con los quehaceres de la casa, además, ella no necesita acceso a información porque en ese pueblo no pasa nada.
El martes pasado, Jacinta pasó el día muy triste. Todo empezó cuando Manuel le reclamó que estaba cansado de desayunar tortilla de espinacas, que las frutas no estaban frescas y que él había visto una capa de polvo encima de su mesa de noche esa mañana. Quejándose, salió de la casa a trabajar sin despedirse. Jacinta se quedó sola, lo que ella agradecía, y limpió toda la casa por segunda vez para asegurar que no hubiera polvo. Cansada, decidió no abrir las ventanas para evitar volver a barrer por la tarde. Luego salió al mercado y compró frutas frescas y vegetales para cambiar un poco el menú. Consiguió un pollo grande y se alegró momentáneamente con la idea de compensar el desayuno con la cena preferida de su esposo, arroz con pollo. En el camino, Jacinta sintió que algo caliente le corría por la pierna y corrió a su casa. Al entrar al baño supo que este mes tampoco había quedado embarazada. Ella quería un bebé, una distracción, una compañía. Era el sexto o séptimo mes intentándolo y con cada sangramiento crecían la tristeza y la desesperanza. Se cambió y lavó su vestido, a mano y en un balde, porque Manuel tampoco consideraba necesaria la lavadora automática. Cuando volvió a la cocina se dio cuenta que todo el camino que recorrió al entrar a la casa estaba marcado por gotitas de sangre, muchas de ella y muchas del pollo que traía en la bolsa, la cual se había rasgado por el peso. Respiró profundo y se arrodilló, armada con un balde, jabón y trapos para sacar la sangre del piso. Una a una restregó las gotas que ya se habían secado mientras ella se aseaba y lavaba la ropa. Una hora después, sudada y de mal humor por el calor, se levantó con la intención de cocinar y se dio cuenta que había olvidado el arroz. Respiró profundo y caminó hasta la tienda del pueblo, unos 35 minutos que en bicicleta hubieran sido 15 y en carro 8. Pero Manuel no consideraba necesario una bicicleta y mucho menos un carro. Total, Jacinta no tenia nada que hacer y el tiempo alcanzaba de sobra para ir y venir. Jacinta, cansada, adolorida y malhumorada compró el arroz y emprendió el camino de vuelta a casa. A medio camino empezó a llover y cuando llegó a casa tuvo que bañarse de nuevo y lavar un segundo vestido. También tuvo que limpiar el piso que se había mojado con las gotas de lluvia.
Finalmente, Jacinta se puso a cocinar. El calor de la estufa y el vapor que se crea en el ambiente cuando llueve hicieron que la casa se sintiera como un sauna. Pero el arroz quedó perfecto. Jacinta, orgullosa, se bañó por tercera vez y se puso un tercer vestido para esperar a Manuel. Manuel llegó serio, la saludó sin mirarla y se sentó en la mesa. Jacinta destapó la olla del arroz y le sirvió un plato. Manuel lo miró con desgano y dijo: “A ver si aprendes a hacer otras cosas, siempre repites las mismas cenas y cualquier hombre se aburre y se cansa. Tráeme una cerveza para pasar la comida”. Jacinta se levantó y sintió de nuevo la sangre corriendo entre sus piernas y se acordó que no se había puesto toalla sanitaria después del tercer baño. Se desvió de la refrigeradora al baño y escucho un grito de Manuel: “!Jacinta! ¿A dónde vas? ¿Dónde está mi cerveza?!” y Jacinta, acalorada, de mal humor y con el liquido caliente entre las piernas, caminó al refrigerador, sacó una cerveza y se la reventó en la cabeza a Manuel. Manuel cayó hacia atrás y pegó la cabeza del piso. Ella se acercó, lo intentó levantar y al ver que había muerto, se limpió la sangre en el vestido y pensó que el calor sólo se le quitaría afuera. Salió a caminar y observó que llovía de nuevo. Regresó a casa, tomó a Manuel por los pies y lo arrastró hasta el río. Vió cómo se hundía hasta que lo perdió de vista. En ese momento, sintió el agua fresca contra su cuerpo. Se sintió mucho mejor y se le quitó la rabia intensa que la había acompañado todo el día. Su sonrisa desapareció al ver a Manuel a lo lejos, regresando de trabajar y lo escuchó llamándola. Se dió cuenta que estaba metida en el río, completamente vestida, y con manchas de sangre. Recordó que los restos de sangre en sus manos eran del pollo, que nunca preparó porque el calor la estaba volviendo loca. Las manchas del vestido eran su propia sangre, había menstruado sin parar todo el día. Pensó que quizás la hemorragia era una pérdida. Se puso inmensamente triste al saber que Manuel seguía vivo y que le esperaba una vida llena de reclamos. Pero yo, que Manuel, me cuidaría. No hay nada más peligroso que una mujer que ha limpiado sangre todo el día. Y sobre todo sí está en uno de esos días.
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