Corría el año de Maricastaña, me encontraba en un campamento en las Sierras Grandes, “Los Gigantes” para ser más preciso. Estaba con la tropa de una iglesia llevando un campamento de chicos de 5 a 7 años de edad. En ese entonces habré tenido 18 o 19 años. Tenía una patrulla de no más de 8 miembros. Primero el ómnibus nos llevó cerca de un refugio, que nos servía para hacer todo el desarrollo social de la parroquia.
Bajamos del micro y nos juntamos las patrullas. Me sentía con una responsabilidad enorme, pues estaba a cargo de chicos. Me daba vuelta y estos estaban desbandados por todos lados. Si no los vigilaba, estaban arriba de un árbol de los pocos que había a esa altura y en ese clima.
Empezamos a caminar entre las piedras, apenas se veía el sendero, pero la brújula nos decía hacia donde teníamos que ir. Al oeste del norte 25 grados, y hacia allí nos dirigimos. No era exacto el dato pero era lo que teníamos. El cura y los adultos que venían sabían más del asunto así que me deje llevar y los seguí con mis chicos. Debíamos caminar como 30 minutos y encontrar el refugio. Así lo hicimos y lo encontramos sin problemas. Armamos las carpas, cantando y riéndonos de lo que hacíamos, los chicos divertidos y contentos de lo que estaban viviendo.
– Cansamos las fieras – decía el cura, y después de cenar a dormir todos. Nos reunimos los mayores para planear las actividades del día siguiente, hasta allí todo bien. Luego nos dormimos, no sin antes revisar mil veces a los chicos que teníamos que cuidar.
Salimos un viernes, pasaríamos el sábado, y el domingo las familias nos visitarían y se llevarían a sus hijos. Los que no podían volvían en el micro.
Ese sábado nos aprestamos a hacer tareas de limpieza de carpas para luego jugar con ellos a lo que habíamos programado.
Fue ahí que nos dimos cuenta de que faltaba un niño. La sorpresa nos llenó de pánico. Cómo podía ser que un niño desapareciera!!! El cura desesperado, había que hacer algo. Luego de un conciliábulo decidimos separamos, unos cuidarían a los chicos que quedaban, y los otros empezamos la búsqueda. Difícil. Empezamos a vocear su nombre y caminar en círculos cada vez más grandes para poder encontrarlo. Tenía seca la garganta. Nadie hablaba, asustados, apesadumbrados por el sentido de responsabilidad. Corrí, camine, me tropecé con piedras y arbustos que pululaban alrededor. Caí una y mil veces, mis rodillas estaban llenas de rasguños y empezaba a salir sangre por las heridas. Mis compañeros estaban aproximadamente a 15 metros unos de otros y nos cambiábamos de lugar con cada circulo que hacíamos. De esta forma cubríamos más o menos lo mismo cada uno de nosotros.
Estuvimos como 3 horas con la misma tarea, no podía ser que hubiera caminado tanto. Me preguntaba que habíamos hecho mal, en que habíamos fallado, un sinnúmero de pensamientos y sobre todo una sensación de culpa. No veíamos el campamento, paramos a deliberar para saber qué haríamos. No teníamos radio alguna pues en esa época no había aparatos electrónicos.
Uno decía de seguir, a lo que me negué. Me daba cuenta que tenía que poner razones a la discusión pues mi pensamiento era que un chico no podía andar hora y media, que era lo que en un círculo de 3 horas podía hacer. Logre convencer a todos que volviéramos. No tenía sentido seguir con la búsqueda de esta forma. El circulo era cada vez más amplio y el terreno no era plano, un suplicio cada vez que caminábamos. No dábamos más, no podíamos seguir. Era difícil volver, desorientados, pues los círculos y la preocupación nos habían impedido hacer un mapa en nuestras cabezas de donde estábamos. Las piedras eran todas iguales después de dos horas de círculos.
Darse cuenta de donde estábamos era complicado, teníamos que decidir para dónde ir. Ubicamos el norte por la posición del sol y sabíamos que teníamos que ir al oeste del norte 25 grados. No teníamos idea de cómo medir esos benditos 25 grados, pero bueno, era lo único que teníamos. No es fácil calcular el norte si el sol está en el mediodía y sobre todo en verano.
Deduje para dónde ir. Convencí a mis compañeros con las razones que tenía. Era como la 1 de la tarde cuando empezamos la vuelta.
Sin hablar, con muchas dudas, con congoja y sabor amargo en mi boca, me dispuse a llevar a mis compañeros a donde creía que estaba el campamento.
Nos llevó hora y media. Cuando divisamos el vivac, respiré. Por lo menos había acertado. No encontramos al “perdido” pero volvimos. Un revuelo de chicos nos rodeó dándonos la bienvenida, no sabíamos por qué.
Resulta que el “perdido” se había escondido en el vivac y se había dormido allí. Yo no sabía qué hacer, me contuve, conté hasta 50 y como un señorito, sonreí ante el acontecimiento. Contento de que no había pasado nada, cansado con la aventura, y con el dulce sabor de haber hecho lo que pude para solucionar el problema.
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